La amistad cumple la seguridad afectiva contra el resto del mundo, donde triunfan la inseguridad, el riesgo y la brutalidad. Que los cuerpos se dispongan, entonces, según las formas de sus caprichos para establecer fortalezas ontológicas y remansos de paz éticos.
A falta de hospitalidades construidas en círculos éticos, de microsociedades electivas invisibles, fluidas, pero sin embargo reales, de contratos hedonistas efectivos, de existencias transfiguradas por las pasiones positivas, de pulsiones de vida celebradas, sublimadas, de amistades encarnadas en los placeres compartidos, intercambiados; a falta de comunidades de buenas distancias finamente encontradas, de cuerpos vividos al estilo del Eros ligero, de libertinaje solar, de sensualidades inmanentes, de epicureismo pragmático y plástico; a falta de una ética de la presencia en el mundo del puro instante, de una posibilidad de exacerbar la cura de sí gracias a una aritmética de las emociones, de promover la gracia lúdica, de practicar una erótica voluntarista, igualitaria y sensual; a falta de atención, dulzura, proximidad, ternura, de carnes secularizadas, desacralizadas, desmitificadas, descristianizadas; a falta de una dietética de los deseos, de una fisiología de las pasiones, de una voluptuosidad de los excesos, de una catarsis de los afectos -a falta de todo esto-, queda la inmensa risa de los materialistas para oponerse a las amenazas nihilistas y a las catástrofes anunciadas. Reír, pues, y luego seguir nuestro camino.
(Michel Onfray, Teoría del cuerpo enamorado, p. 215)