Por sugerencia de uno de nuestros amigos del grupo de filosofía, os propongo el texto que transcribo a continuación porque creo que es muy pertinente para discutir y reflexionar acerca de la actual encrucijada de la sociedad y el mundo.
A partir de esta lectura volveremos a replantear cuestiones sobre las que de un modo u otro hemos reflexionado en varias oportunidades: tales como la crisis económica, las guerras y los genocidios, la explotación y la esclavitud, nuestra responsabilidad moral individual en las estructuras opresoras, entre otras. (La selección de los textos va encaminada en esta dirección y no tiene otra finalidad que la de servir de guión en nuestro próximo debate).
Los fragmentos que transcribo a continuación corresponden al artículo publicado por Carlos Fernández Liria titulado Los diez mandamientos y el siglo XXI y podéis leerlo íntegro en el enlace que figura a pie de página. Es de destacar que, en su momento, hubieron muchas dificultades para que este trabajo pudiera ser publicado (una vez más, la connivencia entre el "academicismo" y los poderes financieros). (1)
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“Según Naciones Unidas, el tráfico ilegal de coltan es una de las razones de una guerra que, desde 1997, ha matado a un millón de personas”. En las minas de coltan en la República Democrática del Congo, se nos decía, trabajan niños esclavos. Los ejércitos de Ruanda y Uganda se disputan el tráfico de este mineral sumiendo el país en una guerra civil en la que nadie quiere pensar. El caso es que este mineral es vital para el desarrollo de la telefonía móvil y de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, la escasez de este mineral había provocado otro efecto dramático: la videoconsola Play Station 2 tuvo que posponer su lanzamiento al mercado, provocando grandes pérdidas de beneficios a la casa Sony.
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“Según Naciones Unidas, el tráfico ilegal de coltan es una de las razones de una guerra que, desde 1997, ha matado a un millón de personas”. En las minas de coltan en la República Democrática del Congo, se nos decía, trabajan niños esclavos. Los ejércitos de Ruanda y Uganda se disputan el tráfico de este mineral sumiendo el país en una guerra civil en la que nadie quiere pensar. El caso es que este mineral es vital para el desarrollo de la telefonía móvil y de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, la escasez de este mineral había provocado otro efecto dramático: la videoconsola Play Station 2 tuvo que posponer su lanzamiento al mercado, provocando grandes pérdidas de beneficios a la casa Sony.
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No es
fácil saber hasta qué punto tenemos las manos manchadas de sangre cada vez que
llamamos por el móvil o que nuestro hijo juega a la videoconsola. Sin duda que
estamos metidos hasta las cejas en el entramado estructural que genera esas
guerras. Sin embargo, llamar por el móvil es llamar por el móvil, no matar a
nadie. Y por supuesto, dejar de llamar por el móvil tampoco va a salvar la vida
a nadie. El móvil, bien mirado, es un invento magnífico ¿quién puede negarlo?
Si cuando llamo por el móvil estoy teniendo una oscura e imprevisible relación
intangible con no sé qué conflicto sangriento de África, la culpa, desde luego,
no la tiene el móvil, ni yo por utilizarlo. No podemos evitar ser piezas de un
engranaje muy complejo, en el que todo está ligado entre sí por caminos
imprevisibles que nadie ha decidido. Esta complejidad, es cierto, hace que,
como decía Günther Anders, nunca podamos estar seguros de lo que estamos
haciendo cuando hacemos lo que hacemos. Nunca podemos estar seguros de los
efectos indirectos de nuestra acción directa.
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Y sin
embargo, por muy complejo que se haya vuelto en este mundo distinguir el bien
del mal, hay una cosa que seguro que es mala, y esta cosa es, nada más ni nada
menos, el hecho mismo de que exista un mundo así. Si vivimos en un
mundo en el que “es imposible saber qué es lo que realmente estás haciendo
cuando haces lo que haces”, entonces es que vivimos en un mundo muy malo. El
lema de los movimientos antiglobalización –“otro mundo es posible”, “otro mundo
tiene que ser posible”– se convierte en un imperativo ético insoslayable. Es
insoportable vivir en un mundo en el que basta meter los ahorros en una cuenta
corriente de Caja Madrid para tener que preguntarte con cuántas ignominias y
matanzas estás colaborando sin saberlo.
En este
mundo las estructuras matan con mucha más eficacia y de forma mucho más masiva
que las personas. La capacidad de ser inmoral que tienen las personas es casi
patética comparada con la inmoralidad de las estructuras. En estas condiciones,
la cuestión moral pertinente es qué responsabilidad tenemos respecto a
las estructuras. La pregunta ya no puede ser ¿qué puedo hacer yo para no
violar los mandamientos en ese mundo que no llega más allá de mis narices? En
un mundo en el que las estructuras violan los mandamientos con una eficacia
colosal e ininterrumpida, es inmoral limitarse a respetar los
mandamientos… y las estructuras. El primer mandamiento, por el
contrario, atañe a nuestra actitud respecto de las estructuras. Y para responder
a esta cuestión, en primer lugar, hay que responder a esta otra ¿en qué
consisten esas estructuras? ¿De qué son estructuras esas estructuras? Así pues,
en primer lugar, deberíamos estar todos estudiando economía. El
primer mandato moral debería ser: ponte a estudiar economía y no pares hasta
que no averigües en qué consiste este mundo.
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En un
mundo en el que las estructuras son mucho más inmorales de lo que jamás pueden
llegar a serlo las personas, la cuestión crucial no es saber en qué medida
somos piezas de ese engranaje estructural o en qué medida podemos dejar de
participar en él. Esto es lo que a veces sugería Günther Anders, pero no es ni
mucho menos suficiente. Dejar de llamar por el móvil no vale absolutamente de
nada y dejar de consumir coca-cola, de casi nada… Retirar el dinero de una
cuenta de Caja Madrid si sospechas que esa entidad invierte dinero en la
producción de armamento no sirve de nada si luego es para meterlo en el Banco
de Santander, es decir, para confiar en el humanitarismo de un sujeto como
Emilio Botín. Y tampoco es buena idea esconder tu birria de sueldo debajo de
una baldosa.
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La
verdadera cuestión moral es qué responsabilidad tenemos en que determinadas
estructuras perduren y qué estaría en nuestra mano hacer para sustituirlas por
otras. Es obvio que eso pasa por la acción política organizada y no por el
voluntarismo moral que intenta inútilmente apartarse de la maquinaria del
sistema. No es a fuerza de no mover las fichas o de moverlas lo menos posible
como se consigue dejar de jugar al ajedrez, si eso es lo que se pretende. Para
dejar de jugar al ajedrez y comenzar a jugar al parchís hay que cambiar de
tablero. Si no, lo único que se logra es perder el juego, y el juego del
ajedrez, no del parchís. No sé si se capta el mensaje: vivimos en un mundo tan
inmoral que no tiene soluciones morales, aquí no valen más que soluciones
políticas y económicas muy radicales. Y la única cuestión moral relevante que
todavía tenemos sobre la mesa es la de qué tendríamos la obligación de estar haciendo
políticamente para que el mundo dejara de jugar en este tablero económico
genocida. La cuestión no es la de si puedo beber menos coca cola o llamar menos
por el móvil para participar lo menos posible en esta matanza. La cuestión es
cómo y de qué manera atacar los centros de poder que la generan. Mi
responsabilidad en la matanza no es la de llamar por el móvil. Mi
responsabilidad es la de aceptar vivir en un mundo en el que llamar por el
móvil tiene algo que ver no sé con qué guerras en el continente africano. Es el
mundo lo que es intolerable, no nosotros. Pero sí es intolerable que aceptemos
de brazos cruzados un mundo intolerable.
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Es
grotesca la indiferencia que ha habido en la reflexión ética de los medios
académicos europeos y estadounidenses hacia el concepto de “pecado estructural”
y, en general, respecto a toda la filosofía de la Teología de la Liberación. Se
trataba de lo único interesante que parió el siglo XX en el campo de la ética,
pero la Academia estaba demasiado ocupada en intentar comprender a Derrida y en
hacer el payaso con el dilema del prisionero. Para ser justos, hay que recordar
que mucho antes de que la Teología de la liberación planteara el problema, lo
teníamos ya abordado con mucha contundencia en la historia de la filosofía por
filósofos como Jean Paul Sartre o Bertolt Brecht. Claro que Sartre no está tan
de moda como Hannah Arendt, porque Sartre era comunista, así es que se le lee
bastante poco actualmente. Sartre había explicado muy bien por qué la elección
moral no tenía que ver con elegirnos buenos a nosotros mismos, sino con elegir
un mundo bueno. Elegir ser bueno en un mundo en el que no se necesita pecar
para vivir de la injusticia que se comete sobre los demás, es, sencillamente
hacerte cómplice, no de un crimen, sino, como decía Anders, de “todo un sistema
de crímenes”.
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