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lunes, 15 de febrero de 2021

Kant: Dios como postulado. (Lo opuesto al Dios metafísico).

Esquema para la reunión del 18/02/21 de la edición para AMÉRICA LATINA del Seminario "La Filosofía como Escuela de Vida". Organizado por la Comunidad Filosófica de Tres Cantos, Madrid. Interviene el Dr. Eduardo Agüero Mackern. 

La facultad de la que se ocupa la Dialéctica trascendental (tercera parte de la KRV) es la razón. Al modo de las otras dos facultades (la sensibilidad y el entendimiento), también cuenta con unos a priori que son las ideas. Esto es un vestigio del racionalismo, sobre todo de Descartes para quien las ideas ya venían «de serie» —si se me permite el símil— en nuestra inteligencia.

Lo mismo ocurre con las ideas platónicas o con las ideas según San Agustín, por ejemplo. La razón viene «equipada» con estas ideas. Más específicamente, en este sentido, la clave en esta postura racionalista está en la cuestión de las ideas innatas cartesianas ¿Cuáles son esas ideas? Pues alma, mundo y Dios, o sea, sustancia pensante, sustancia extensa y sustancia infinita, que forman parte de la propia estructura de la razón —son a priori—.

Acordaos de cómo empieza la crítica: el que yo tenga esas ideas, no me autoriza ni me legitima para que las convierta en objeto de una supuesta ciencia llamada metafísica. Las tengo, son inevitables, ahí están, pero eso no quiere decir que yo pueda construir una ciencia a partir de ellas, del mismo modo que yo puedo percibir el horizonte y nada me autoriza a decir que el horizonte existe. 

[...]

La inmortalidad del alma es un postulado de la razón práctica, porque para Kant la vida no tendría sentido si no hubiera otra vida después de la muerte. En este punto debemos tener claro que a los postulados morales no hay que demostrarlos sino que se «apuesta» por ellos libremente.

La obtención del bien supremo en el mundo es el objeto necesario de una voluntad determinable por la ley moral. Pero en esta, la completa conformidad de las intenciones con la ley moral, es la condición suprema del bien supremo. Pero este progreso infinito solo es posible suponiendo una existencia que perdure hasta el infinito y una personalidad del mismo ente racional (lo que se denomina inmortalidad del alma). Por lo tanto, prácticamente el bien supremo solo es posible suponiendo la inmortalidad del alma. 

Del mismo modo y en coherencia con su filosofía moral, Kant postula la existencia de Dios, que es lo que da sentido a la vida moral del ser humano y lo que posibilita la consecución del bien supremo y por tanto de la felicidad —imposible de conseguir en esta vida terrena—. «…también para la posibilidad del segundo elemento del bien supremo, a saber, de la felicidad adecuada a aquella moralidad, esta misma ley moral tiene que conducir […] a postular la existencia de Dios como perteneciente necesariamente a la posibilidad del bien supremo». (Kant, KPV).

Es razonable que quien haya sido fiel al compromiso personal de la búsqueda del bien en todos los sentidos y en cualquier ámbito, tenga la esperanza que su consecución es posible. Y que si en esta vida eso no es posible podrá conseguirse en otra vida posterior (siempre manteniendo la apertura existencial hacia una nueva vida posterior a la muerte).

«La felicidad es el estado de un ser racional en el mundo, el cual, en el conjunto de su existencia, le va todo según su deseo y voluntad» (Ibid.). Se postula esa coincidencia como necesaria: debemos tratar de promover el bien supremo (que, por consiguiente, debe ser posible). Por lo tanto, se postula también la existencia de una causa de la naturaleza que sea distinta de la propia naturaleza; causa que contenga el fundamento de esta relación, a saber, de la coincidencia exacta de la felicidad con la moralidad.

Por lo tanto, el bien supremo solo es posible en el mundo si se acepta una causa suprema de la naturaleza que tenga una causalidad conforme a la intención moral.

La ley moral no promete la felicidad. En realidad lo que nos mueve a buscarla es solo la esperanza de poder alcanzarla (aunque sea en la «otra» vida). Aunque esto no es una cuestión religiosa ya que si fuera así estaríamos ante una moral heterónoma. Solo se consigue el bien supremo y por tanto la felicidad, a través del compromiso con el deber (moral autónoma). La ley moral nos obliga como ‘deber’, resultando sin embargo una actitud desinteresada y fundada solo en el deber. Lo contrario destruiría el valor moral de las acciones. Por consiguiente, «la moral no es propiamente la doctrina de cómo hacernos felices, sino de cómo debemos hacernos dignos de la felicidad». (Ibid.).

Pues bien, ahora se desprende que, en el orden de los fines, el hombre […] es fin en sí, es decir, jamás puede ser usado por nadie (ni siquiera por Dios) como medio y, por consiguiente, que la humanidad en nuestra persona debe ser sagrada también para nosotros mismos; teniendo claro por mi parte que lo auténticamente sagrado lo tenemos ante nosotros y en nosotros. No debemos buscarlo en la estratosfera ni en ultratumba.

Todo esto sin dejar de lado qué es la ciencia (buscada con crítica y basada en el método): la puerta estrecha que conduce a la sabiduría y que unida a una moral guiada por principios prácticos que son «subjetivos» (máximas) cuando la condición es válida solamente para la voluntad individual de cada uno u «objetivos» (leyes) cuando la condición se reconoce como objetiva (válida para la voluntad de todos). Todo bajo la ley fundamental de la razón práctica: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal» (Ibid). 

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AGÜERO MACKERN, E. Fundamentos de filosofía. La pregunta por el sentido. Tres Cantos, Comunidad Filosófica Ediciones, 2020, (pp. 110-114).


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