Cuando recibí la llamada de Lidia avisándome de que Carlos estaba grave mi
primera reacción fue la de asombro, de incredulidad. De hecho, fue lo primero
que le dije a ella ¡qué sorpresa! Expresión que seguramente no haya
sido la más adecuada, pero así fue.
Hacía unas tres semanas que habían estado en mi casa (cerca de Bustarviejo
donde Carlos y Lidia tomaban sus vacaciones y ultimaban sus libros o comenzaban
nuevos proyectos). Carlos como siempre estaba estupendo.
Carlos y yo nos conocimos en el año 1971 en un congreso internacional de
filosofía en Alta Gracia, en la provincia argentina de
Córdoba. Pocos años después nos encontramos en España al poco tiempo de que yo iniciara el exilio de mi país. Y a partir de entonces compartimos muchas cosas y sobre
todo, cimentamos una amistad inquebrantable que se prolongaría durante cuatro
décadas.
De ahí me reacción de sorpresa que, poco a poco, se fue tornando en sordo y
contenido dolor. Sorpresa porque con Carlos me ocurría algo muy especial. Me
parecía que estaría siempre. De hecho acabábamos de fijar un par de fechas. La
presentación de su nuevo libro - La época de la mentira- en mi centro de la UNED y otro encuentro con mis
alumnos como el que habíamos tenido el verano pasado. A mí siempre me gustó favorecer
que mis alumnos y mis amigos pudieran tener un contacto privilegiado y de primera
mano con Carlos. En esa línea hicimos algunos viajes, desde Sonora en México
hasta Piamonte en Italia.
Los que me conocen saben mi admiración y cariño por Carlos a quien tanto le
debo y puedo decir sin ambages que en la época más triste de mi vida fue él la
persona que más me ayudó y que gracias a lo cual pude salir adelante. Durante
semanas, meses, nuestras charlas - en su casa de la calle Perón o en el Pajar
(donde me invitaba a comer o a cenar) o en Casette (donde tomábamos café o una
copa y nuestras charlas se extendían hasta las primeras horas de la madrugada)
fueron imprescindibles para mí. Él –que también conocía el dolor y podía
ponerse en mi lugar- sabía que todos estos momentos de confidencias compartidas
nos unían de un modo indeleble.
Meses después conoció a Lidia. Asistí con enorme alegría a la recepción en su
casa para comunicarnos la buena noticia de su relación. Lidia y yo congeniamos
inmediatamente y a partir de ahí mi amistad con Carlos se vio aquilatada con el
enorme valor añadido que significaba la mujer con la que compartiría los
últimos 25 años. Toda una vida.
Nos deja uno de los filósofos más relevante de la España contemporánea. Y
nos deja sin haberse retirado nunca. Es más, nos deja como Presidente del
Ateneo de Madrid. Ilustre cargo que nadie le ha regalado - sino que por el
contrario siempre ha tenido que disputarlo convenciendo a sus votantes con un proyecto
avanzado e ilusionante y desde donde ha conseguido que esta prestigiosa
Institución consiga una cada vez mayor proyección en consonancia con las
cuestiones más importantes y apremiantes de nuestro entorno cultural y social. Sé
que hasta último momento estuvo haciendo planes para cuando volviera a su
despacho del Ateneo.
De su inmensa obra docente, filosófica y literaria no voy a hablar en esta ocasión. Hoy (casi sin poder ocultar mi pesar) solo he querido simplemente referirme a
Carlos París, mi amigo, quien ha sido y es para mí un ejemplo a seguir. Un
ejemplo de persona cabal y de auténtico filósofo que ha captado como nadie las claves fundamentales que definen cultural, política y filosóficamente nuestra sociedad. Leer su obras principales nos permite de una
manera inteligente y profunda tomar conciencia del mundo en el que vivimos y de
la actitud a adoptar en la actual encrucijada.
Carlos sustentaba una perfecta combinación de honestidad intelectual y humana
muy difícil de encontrar hoy en día. Ejemplo de coherencia personal y política.
Generoso en la comunicación de su saber (está a punto de salir su último libro
y ha estado escribiendo hasta último momento - como nos tenía acostumbrados).
Cercano y humano en el trato personal. Su único capital era su pensamiento
penetrante y audaz y su gran capacidad de comunicación. En esta y otras facetas
de su proyección pública, su figura se alza por mérito propio e, incluso, al
margen de la propaganda mediática que cada vez resulta más habitual.
Su figura y su obra están destinados a adquirir cada
vez más relieve y convertirse en patrimonio de todos. Andadura en la que Carlos
París, como maestro de maestros, se sentía cómodo.
Como él mismo escribe,
“La filosofía que profeso parte del
grito, del lamento, de la encrespada protesta ante la injusticia del mundo que
vivimos. Si Aristóteles afirmaba que la Filosofía nace de la admiración, yo
diría que también mi filosofar parte de la admiración, pero no sólo de la que
suscita la contemplación de los cielos, sino de la que brota ante el heroísmo
de tantos hombres y mujeres que, incansables, dieron su vida, Luchando por el
reino de la libertad y la hermandad universales. Y el pensamiento que se
levanta, a partir del grito y de la admiración no quiere reducirse a contemplar
el mundo, sino que aspira a contribuir a su radical transformación."
Carlos nos acaba de dejar esta tarde.
¡Hasta siempre querido amigo y maestro! Te echaré de menos...
Carlos nos acaba de dejar esta tarde.
¡Hasta siempre querido amigo y maestro! Te echaré de menos...