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miércoles, 27 de mayo de 2020

Sobre la técnica (Horkheimer, Habermas, Bunge)

Textos para el seminario de Filosofía (UPCM).
31. HORKHEIMER: El progreso industrial: ¿liberación o desventura?
«La filosofía se percata hoy de su propia infructuosidad, y ello no del otro lado de Occidente, sino en la regresión espiritual de Europa que procede de su propio fracaso y, en cierto modo, del agotamiento que se aproxima. Desde luego, la regresión amenaza también desde fuera con los ataques y las defensas, pero a la vez está condicionada por el progreso industrial, que obedece a su propia gravitación y se constituye en fin por sí mismo. Este progreso quiere decir liberación y desventura simultáneamente: cuanto mayores sean la consagración al dominio creciente de la naturaleza y la utilización de las fuerzas naturales y cuanto más absorba a los hombres la inclusión de masas cada vez mayores en la elevación del consumo, tanto más vacío será cuanto se diga sobre lo otro, sobre el ideal: tanto más funcional será en definitiva la palabra. Entre las carreras, que todavía estructuran los intereses privados de los individuos, y su profesión oficial, destinada al bien y a lo bello, al amor al prójimo y al desprecio de sí mismo, se ha agrietado la consabida trabazón, incluso la de contradecirse, y se ha convertido en incurable la ruptura, inconcebible para ellos, entre la lucha brutal por la existencia y cualquier sentido que pueda pensarse, sea éste la justicia en el más allá o la realización de las condiciones justas en el mundo. Hasta que se llegó al período de las guerras mundiales parecía posible en Europa un desenvolvimiento de tipo distinto: cabía pensar que el progreso material conduciría finalmente, sobre catástrofes, a un nivel más elevado de la sociedad. Sin embargo, hace décadas que Europa se ha resignado: ya no cabe desviar de la economía europea la unión de fascismo, coyuntura y guerra, y su héctica reiteración en coyuntura, armamento y situación prebélica, por mucho que se proclame el poder de lo económico. Ningún país europeo tiene ahora sus leyes en sí mismo: todos han sobrevivido a sus propias posibilidades, y eso es asimismo una razón de la desintegración espiritual, de la carencia de sentido, de la existencia singular al lado de todas las vigorosas nacionalidades de este todo dirigido. Los elementos se establecen por su cuenta. A la práctica industrial, en constante progreso, se deben, junto con la elevación del nivel de vida, la neutralización, no solo de la filosofía, sino también de toda teoría no enderezada hacia el enseñoramiento; junto al aumento de las expectativas vitales, la guerra total, y junto a la vigilancia de los políticos, gracias a la opinión pública –vigilancia problemática en los tiempos de los lavados de cerebro-, un cinismo objetivo nada mal mirado como el que era propio- si bien entonces estaba oculto- de los potentados de épocas pasadas y de sus secretarios. El pensamiento libre está solo, entre los partidos y los bloques de poderío, y el desvanecimiento de la posibilidad de configurarlo en el mundo real conduce a su atrofia.» (Horkheimer, 1979, pp. 33-34).
32. HABERMAS: El hombre ante el desafío del progreso técnico.
«La especie humana se ve así desafiada por las consecuencias socioculturales no planificadas del progreso técnico mismo, no solo a conjurar como ya lo ha hecho su destino social, sino también a aprender a dominarlo. Pero a este desafío de la técnica no podemos hacerle frente únicamente con la técnica. Lo que hay que hacer, más bien, es poner en marcha una discusión políticamente eficaz que logre poner en relación de forma racionalmente vinculante el potencial social de saber y poder técnicos con nuestro saber y querer prácticos. Una tal discusión podría, por un lado, ilustrar a los agentes políticos sobre la auto comprensión que, determinada por la tradición, tienen de sus intereses, a la luz de las necesidades así articuladas y nuevamente interpretadas; los agentes políticos podrían, por otro lado, juzgar en términos prácticos sobre la dirección y proporción en que  quieren desarrollar su saber técnico en el futuro.  Esta dialéctica de poder y voluntad se cumple hoy de forma no reflexiva, al servicio de intereses para los que ni se exige ni se permite una dialéctica pública. Sólo cuando fuéramos capaces de sostener esta dialéctica con conciencia política, podríamos también tomar las riendas de la mediación del progreso técnico con la práctica de la vida social, mediación que hasta el momento se impone en términos de historia natural. Y como esto es un asunto de reflexión, no puede ser solo negocio de especialistas. La sustancia del dominio no se evapora ante el poder de dominación técnica solamente; ya que tras ese poder puede  muy bien atrincherarse. La irracionalidad del dominio, que se ha convertido en un peligro colectivo en el que nos va a la vida, sólo podría ser domeñada a través de una formación política de la voluntad colectiva, ligada a una discusión general y libre de dominio. La racionalización del dominio sólo cabe esperarla de un estado de cosas que favorezca el poder político de una reflexión vinculada al diálogo. La fuerza liberadora de la reflexión no puede ser sustituida por la difusión del saber técnicamente utilizable.» (Habermas, 1986, pp. 128-129).
34. BUNGE: La eficacia de la ciencia tanto para el bien como para el mal.
«Los políticos son los responsables de que la ciencia y la tecnología se empleen en beneficio de la humanidad (…) Pero la ciencia es útil en más de una manera. Además de constituir el fundamento de la tecnología, la ciencia es útil en la medida en que se la emplea en la edificación de concepciones del mundo que concuerdan con los hechos, y en la medida en que crea el hábito de adoptar una actitud de libre y valiente examen, en que acostumbra a la gente a poner a prueba sus afirmaciones y argumentar  correctamente. No menor es la utilidad que presta la ciencia como fuente de apasionantes rompecabezas filosóficos, y como modelo de la investigación filosófica. En resumen, la ciencia es valiosa como herramienta para domar la naturaleza y remodelar la sociedad; es valiosa en sí misma, como clave para la inteligencia del mundo y del yo; y es eficaz en el enriquecimiento, la disciplina y la liberación de nuestra mente.» (Bunge, 1981, pp. 34-36).«Los políticos son los responsables de que la ciencia y la tecnología se empleen en beneficio de la humanidad (…) Pero la ciencia es útil en más de una manera. Además de constituir el fundamento de la tecnología, la ciencia es útil en la medida en que se la emplea en la edificación de concepciones del mundo que concuerdan con los hechos, y en la medida en que crea el hábito de adoptar una actitud de libre y valiente examen, en que acostumbra a la gente a poner a prueba sus afirmaciones y argumentar  correctamente. No menor es la utilidad que presta la ciencia como fuente de apasionantes rompecabezas filosóficos, y como modelo de la investigación filosófica. En resumen, la ciencia es valiosa como herramienta para domar la naturaleza y remodelar la sociedad; es valiosa en sí misma, como clave para la inteligencia del mundo y del yo; y es eficaz en el enriquecimiento, la disciplina y la liberación de nuestra mente.» (Bunge, 1981, pp. 34-36).
(Del libro: AGÜERO MACKERN, E. Filosofía y Terapia, Madrid, Visión, 2019)

Textos sobre la guerra (Hobbes y Voltaire).

29. HOBBES: La condición natural del hombre es la de una guerra de todos contra todos.
«Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la GUERRA no consiste solo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo
donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos
días en conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no haya seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es PAZ. Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en el que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición que no hay propiedad, ni dominio, ni distinción entre mío y tuyo; sino solo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón. Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria, Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de la naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos siguientes capítulos.» (Hobbes, 1980, pp. 222-227).

30. VOLTAIRE:  La guerra.
«El hambre, la peste y la guerra son los tres ingredientes más famosos de este bajo mundo. Se puede calificar como hambre todos los malos alimentos a los que la indigencia nos obliga a recurrir para abreviar nuestra vida con la esperanza de sostenerla. Todas las enfermedades contagiosas, que son dos o tres mil, están
comprendidas en la peste. Estos dos presentes nos vienen de la Providencia. Pero la guerra, que reúne todos estos dones, nos viene de la imaginación de trescientas o cuatrocientas personas extendidas por la superficie de este globo, con el nombre de príncipes o de ministros; v es, tal vez, por esta razón por la que en varias dedicatorias se les llama imágenes vivas de la Divinidad. El más obstinado de los aduladores convendría, sin esfuerzo, que la guerra arrastra en pos de ella a la peste y al hambre, por muy pocos hospitales militares que haya visto en Alemania, y por muy pocos pueblos por los que haya pasado, después de una gran hazaña bélica. Sin duda, es un gran arte este que desola los campos, destruye las moradas y hace que, en un año cualquiera, perezcan cuarenta mil hombres de cien mil (…) Lo maravilloso de esta empresa infernal, es que cada jefe de asesinos hace que se bendigan sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo (…) La religión natural ha impedido mil veces a los ciudadanos cometer crímenes. Un alma bien nacida los rechaza; un alma buena se asusta de ellos, ya que considera a su Dios justo y vengador. Pero la religión artificial impulsa a cualquier crueldad que se ejecute entre muchos, a conjuraciones, sediciones, saqueos y matanzas. Todos marchan alegremente al crimen bajo la bandera de su santo. Por todas partes se paga a un cierto número de hombres para que pronuncien arengas alentadoras de esas jornadas mortíferas: unos van vestidos con un largo sayal negro cubierto con un abrigo corto, otros llevan una camisa encima del vestido, algunos llevan dos colgantes de un tejido abigarrado encima de sus camisas...» (Voltaire, 1976, pp. 218-222).

Carta de Freud a Einstein.

Sobre la guerra.
«Estimado señor Einstein: Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a cambiar ideas sobre un tema que ocupaba su interés y que también le parecía ser digno del ajeno, manifesté complacido mi aprobación. Sin embargo, esperaba que usted elegiría un problema próximo a los límites de nuestro actual conocimiento, un problema ante el que cada uno de nosotros, el físico como el psicólogo, pudiera labrarse un acceso especial, de modo que, acudiendo de distintas procedencias, se encontrasen en un mismo terreno. En tal expectativa, me sorprendió su pregunta: ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el destino de la guerra? Al principio quedé asustado bajo la impresión de mi -casi hubiera dicho: "de nuestra"- incompetencia, pues aquellas me parecían una tarea práctica que corresponde a los hombres de Estado. Pero luego comprendí que usted no planteaba la pregunta en tanto que investigador de la naturaleza y físico, sino como amigo de la Humanidad, respondiendo a la invitación de la Liga de las Naciones, a la manera de F. Nansen, el explorador del Ártico que tomó a su cargo la asistencia de las masas hambrientas y de las víctimas refugiadas de la Guerra Mundial. Además, reflexioné que no se me pedía la formulación de propuestas prácticas, sino que sólo había de bosquejar cómo se presenta a la consideración psicológica el problema de prevenir las guerras. [...] Puedo pasar ahora a glosar otra de sus proposiciones. Usted expresa su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son que tienden a conservar y a unir -los denominamos "eróticos" completamente en el sentido del Eros del Symposium platónico, o "sexuales", ampliando deliberadamente el concepto popular de la sexualidad-, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos "instintos de agresión" o "de destrucción". Como usted advierte, no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia. Llegados aquí, no nos apresuremos a introducir los conceptos estimativos de "bueno" y "malo". Uno cualquiera de estos instintos es tan imprescindible como el otro, y de su acción conjunta y antagónica surgen las manifestaciones de la vida. [...]
Temo abusar de su interés, embargado por la prevención de la guerra y no por nuestras teorías. Con todo, quisiera detenerme un instante más en nuestro instinto de destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre pareja con su importancia. Sucede que mediante cierto despliegue de especulación hemos llegado a concebir que este instinto obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración, de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida. El instinto de muerte se torna instinto de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia afuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena. Pero una parte del instinto de muerte se mantiene activa en el interior del ser; hemos tratado de explicar gran número de fenómenos normales y patológicos mediante esta interiorización del instinto de destrucción. Hasta hemos cometido la herejía de atribuir el origen de nuestra conciencia moral a tal orientación interior de la agresión. Como usted advierte, el hecho de que este proceso adquiera excesiva magnitud es motivo para preocuparnos; sería directamente nocivo para la salud, mientras que la orientación de dichas energías instintivas hacia la destrucción en el mundo exterior alivia al ser

viviente, debe producirle un beneficio. Sirva esto como excusa biológica de todas las tendencias malignas y peligrosas contra las cuales luchamos. No dejemos de reconocer que son más afines a la Naturaleza que nuestra resistencia contra ellas, la cual por otra parte también es preciso explicar. Quizá haya adquirido usted la impresión de que nuestras teorías forman una suerte de mitología, y si así fuese, ni siquiera sería una mitología grata. Pero, acaso no se orientan todas las ciencias de la Naturaleza hacia una mitología de esta clase? ¿Acaso se encuentra usted hoy en la física en distinta situación? [...] Partiendo de nuestra mitológica teoría de los instintos, hallamos fácilmente una fórmula que contenga los medios indirectos para combatir la guerra. Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: el Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra la guerra. Estos vínculos pueden ser de dos clases. Primero, los lazos análogos a los que nos ligan a los objetos del amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El psicoanálisis no precisa avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la religión dice también, “ama al prójimo como a ti mismo». Esto es fácil exigirlo, pero dificil cumplirlo. La otra forma de vinculación afectiva es la que se realiza por identificación. Cuando establece importantes elementos comunes entre los hombres, despierta tales sentimientos de comunidad, identificaciones. Sobre ellas se funda en gran parte la estructura de la sociedad humana (…) Esto seguramente no es comprensible sin una explicación. Yo creo lo siguiente: desde tiempos inmemoriales se desarrolla en la Humanidad el proceso de la evolución cultural. (Yo sé que otros prefieren denominarlo: "civilización"). A este proceso debemos lo mejor que hemos alcanzado, y también buena parte de lo que ocasionan nuestros sufrimientos. Sus causas y sus orígenes son inciertos; su solución, dudosa; algunos de sus rasgos, fácilmente apreciables. Quizá lleve a la desaparición de la especie humana, pues inhibe la función sexual en más de un sentido, y ya hoy las razas incultas y las capas atrasadas de la población se reproducen más rápidamente que las de cultura elevada. Quizá este proceso sea comparable a la domesticación de ciertas especies animales. Sin duda trae consigo modificaciones orgánicas, pero aun no podemos familiarizarnos con la idea de que esta evolución cultural sea un proceso orgánico. Las modificaciones psíquicas que acompañan la evolución cultural son notables e inequívocas. Consisten en un progresivo desplazamiento de los fines instintivos y en una creciente limitación de las tendencias instintivas. Sensaciones que eran placenteras para nuestros antepasados son indiferentes o aun desagradables para nosotros: el hecho de que nuestras exigencias ideales éticas y estéticas se hayan modificado tiene un fundamento orgánico. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que comienza a dominar la vida instintiva, y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien: las actitudes psíquicas que nos han sido impuestas por el proceso de la cultura son negadas por la guerra en la más violenta forma y por eso nos alzamos contra la guerra: simplemente, no la soportamos más y no se trata aquí de una aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se agita una intolerancia constitucional, por así decirlo, una idiosincrasia magnificada al máximo. Y parecería que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades. ¿Cuánto deberemos esperar hasta que también los demás se tornen pacifistas? Es difícil decirlo, pero quizá no sea una esperanza utópica la de que la influencia de esos dos factores - la actitud cultural y el fundado temor a las consecuencias de la guerra futura- pongan fin a los conflictos bélicos en el curso de un plazo limitado. Nos es imposible adivinar a través de qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra. Lo saludo cordialmente y le ruego me perdone si mi exposición lo ha defraudado.» (Freud, 1974, Obras completas, Biblioteca Nueva, tomo VIII, pp. 3207 ss.),


miércoles, 20 de mayo de 2020

El sentido de la muerte. Vivir con sentido.


Algunas reflexiones para tener en cuenta en la sesión de hoy de nuestro seminario. 
En Occidente, el tema de la muerte siempre horroriza a la gente. No nos relacionamos bien con la muerte. La habilidad para apartarse de la realidad de la muerte es un lujo moderno. No hace mucho tiempo, la muerte tenía su lugar en la vida cotidiana. Varias generaciones vivían bajo el mismo techo, y la gente nacía y moría en casa. En nuestros tiempos, la muerte de un ser querido o la expectativa de nuestra propia muerte es una carga insoportable, pues no tenemos preparación alguna. Por encima de todo, la muerte es parte natural del ciclo de la vida, pero si después de negar la muerte nos sobra algo de energía, la empleamos en mantenerla apartada. No nos queda mucha energía para aceptar que la muerte es inevitable y quizá esto ocurra porque somos organismos biológicos que harían cualquier cosa por mantenerse con vida.
El primer obstáculo que se debe afrontar para soportar la pérdida de un ser querido, o asumir la propia mortalidad, es reconocer que la muerte es parte de la vida, aunque el hecho de prepararse de esta manera no signifique que esa pérdida no vaya a doler. No obstante, del reconocimiento de la muerte como algo natural surge la capacidad de fortalecerse psicológicamente y de adoptar una disposición filosófica que resulte adecuada.
Cuando mueren las personas queridas, mueren con ellas universos enteros. Los que todavía estamos aquí no nos entristecemos solo por ellas sino también por nosotros. Esas personas eran esenciales para nuestra existencia. Sus vidas apuntalaban la nuestra. Echamos de menos algo que no puede ser restituido. Lo que se ha perdido no es solo la persona, sino nuestra relación con ella. Nos quedan los recuerdos, pero no la conexión emocional inmediata. Cuando muere alguien perdemos esa parte de nosotros junto con la persona desaparecida. Nos sentimos desvalidos a causa de la ausencia del ser querido. Nuestro llanto es sobre todo por nosotros, aunque no hay que confundir este sentimiento de pérdida con una actitud egoísta.
Cuando muere alguien muy cercano, lo que necesitamos es asumir su desaparición y buscar consuelo. Quienes han estado cerca de la muerte nos dicen que ahora valoran más la vida porque se han encontrado cara a cara con la muerte. Son pocas las personas que aprecian la vida como se debe. Estamos bloqueados satisfaciendo nuestros deseos inmediatos, llevando a cabo metas a largo plazo y soñando despiertos el resto del tiempo. El valor de un día, o incluso de una hora de vida es incalculable. Quienes se han enfrentado con la perspectiva inmediata de no tener más días o más horas comprenden el valor de la vida con una claridad de la que carecen los demás.
Cada religión proporciona distintas respuestas sobre el significado de la muerte. Hobbes opina que todas las religiones derivan del miedo. Freud, al igual que muchos pensadores posteriores, estaba de acuerdo con él; la gente tiene pavor a la muerte e inventa inmortalidades y fábulas sobre el más allá para mitigar el miedo a la muerte.
          
El primer paso para crear la propia disposición filosófica hacia la muerte, la pérdida y el duelo es apreciar la vida. Vivir el momento presente es la mejor manera de hacerlo. Necesitamos ser conscientes de la transitoriedad para no dejarnos engañar por un sentimiento de permanencia perenne. La muerte siempre nos toma por sorpresa, nunca pensamos que la muerte pueda ocurrirnos a nosotros.
Son muchas las personas que ponen el presente al servicio del pasado o del futuro. La historia pertenece al pasado; no es posible modificarla. El futuro es incierto; no se puede contar con él. Lo que sí tiene sentido es el presente. Si apreciamos  el estar vivos ahora, se reducirá al máximo el arrepentimiento cuando nuestros momentos se agoten. La muerte no siempre se anuncia con antelación. Casi ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo de vida le queda y quizás sea mejor así.
El único tipo de duelo que podemos comprender de verdad es el de la pérdida de otros. Pensar en la propia muerte es siempre algo abstracto: se puede experimentar la muerte de otros, pero no la propia. La muerte es quizás el reto más grande con el que se enfrenta la filosofía.
(del libro "Filosofía y Terapia", tema 7, p. 65)

miércoles, 13 de mayo de 2020

martes, 12 de mayo de 2020

El sentido de la muerte.

Textos para comentar en la sesión del seminario "La Filosofía como Escuela de Vida" del miércoles 20 de mayo próximo.
20. SPINOZA: la muerte.
« Según la guía de la razón, apeteceremos un mal menor presente que sea causa de un bien mayor futuro, y renunciaremos a un bien menor presente que sea causa de un mal mayor futuro. (…) Así pues, si confrontamos esto con lo que hemos mostrado (…) acerca de la fuerza de los afectos, veremos fácilmente qué diferencia hay entre el hombre que se guía por el solo afecto, o sea, por la opinión, y el hombre que se guía  por la razón. El primero, en efecto, obra -quiéralo o no- sin saber en absoluto lo que se hace, mientras que el segundo no ejecuta la voluntad de nadie, sino solo la suya, y hace solo aquellas cosas que sabe son primordiales en la vida y que, por esa razón, desea en el más alto grado. Por eso llamo al primero esclavo, y al segundo libre, y sobre la índole y norma de vida de este último me gustaría añadir ahora algunas observaciones. (…) Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida. Un hombre libre, esto es, un hombre que vive sólo según el dictamen de la razón, no se deja llevar por el miedo a la muerte, sino que desea el bien directamente, esto es porque desea obrar, vivir o conservar su ser poniendo como fundamento la búsqueda de su propia utilidad, y, por ello, en nada piensa menos que en la muerte, sino que su sabiduría es una meditación de la vida.»  (Spinoza, 1975, pp. 331-332).
21. SCHOPENHAUER: la inmortalidad.
«Nacimiento y muerte forman los dos extremos o polos de todas las manifestaciones de la vida, y el amor es la compensación de la muerte, su correlativo esencial; se neutralizan uno al otro. Por eso los antiguos griegos y romanos adornaban los sarcófagos con bajorrelieves figurando fiestas, bodas e imágenes de la vida más alegre. Y su objeto no era otro que llamar la atención al espíritu de la manera más sensible, por el contraste entre la muerte del hombre y la vida inmortal de la naturaleza. Exigir la inmortalidad del hombre en este mundo es querer perpetuar un error, ya que si se le concediera una vida eterna, los estrechos límites de inteligencia le parecerían a la larga tan monótonos y le inspirarían un disgusto y desprecio tal que para verse libre de ellos
concluiría por preferir la nada. Prueba de ello es que la mayoría de los individuos están constituidos de tal forma que no podrían ser felices en ningún modo donde sueñan verse colocados. Así es que para conducir al hombre a un estado mejor, no bastaría ponerle en un mundo mejor, sino que sería preciso transformarle totalmente; o sea, hacer de modo que no sea lo que es y que llegara a ser lo que no es; por tanto es forzosamente necesario dejar de ser lo que es y esta previa condición la realiza la muerte. Parece, pues, que la conclusión de todas las actividades de esta vida es un gran alivio. Esto tal vez nos explica la expresión de dulce serenidad que se manifiesta en los rostros de gran parte de los muertos.» (Schopenhauer, «La muerte», en El amor, las mujeres y la muerte, pp. 43-44).
22. SCHOPENHAUER: la voluntad de vivir.
«Evidentemente, esto es inexplicable si buscamos las fuerzas motrices fuera de los personajes y pensamos que los hombres corren reflexivamente en pos de bienes cuya posesión no compensa los tormentos y trabajos que cuestan. Si la razón pudiera oírse en este asunto, ha mucho tiempo que los hombres habrían reconocido que el bollo no vale el coscorrón y habrían abandonado la partida. Mas por el contrario, cada uno de nosotros defiende su vida como si fuera un precioso depósito de que tuviera que responder y se consume entre los cuidados y tormentos que cuesta el conservarla. Ignora el porqué y el para qué, no conoce la recompensa; admite a ojos cerrados y bajo palabra, que el premio tiene un gran valor, pero ignora en qué consiste. De aquí que yo haya dicho que las marionetas no están movidas por hilos exteriores, sino por un mecanismo interior. Este mecanismo, este rodaje infatigable es la voluntad de vivir, impulso reflexivo que no tiene razón suficiente en el mundo exterior. Ella es quien impide a los hombres abandonar la escena, el primum mobile de sus movimientos. Los motivos, los objetos exteriores, no determinan más que la dirección en los casos individuales, sin lo cual la causa no sería adecuada al efecto. Toda manifestación de una fuerza natural tiene alguna causa, pero la fuerza misma no la tiene; igualmente todo acto aislado de la voluntad tiene un motivo, pero la voluntad carece de él; en el fondo, ambas cosas son una y la misia La voluntad es, en las cosas, el límite metafísico de toda observación en las cosas, más allá del cual no es posible ir. El carácter absoluto y originario de la voluntad explica que el hombre ame sobre todas las cosas una existencia llena de miserias, de tormentos, de dolores, de angustias y, por añadidura, de aburrimiento; que si se la considera objetivamente debería ser para él un contrario, nada teme tanto como ver llegar su término, que es lo único de que puede estar seguro.» (A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Tomo II, p. 183).
         23. AMADO NERVO: En Paz.
"Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida; / porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino;/que si extraje la hiel o la miel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: cuando planté rosales, coseché siempre rosas./ Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!/ Hallé sin duda largas las noches de mis penas; mas no me prometiste tan sólo noches buenas; y en cambio tuve algunas santamente serenas.../ Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!"

(Textos que figuran en AGÜERO MACKERN, E. "Filosofía y Terapia", Madrid, Visión, 2019. pp. 68-71)

viernes, 8 de mayo de 2020

La filosofía de la felicidad (por Alberto Atienza).

Eduardo Agüero Mackern: La Filosofía de la felicidad

 “Los interrogantes los encontramos en nosotros mismos, de ahí la importancia de mirar a nuestro interior. La Filosofía practicada de esta forma es también por si misma terapéutica. Y, como filósofos, lo único que necesitamos en nuestros caminos hacia la felicidad es ejercer como tales” E.A.M.
Muchos en lo ancho y enorme del mundo, sostienen todos los días la esperanza de una existencia mejor. A esa situación se le agregan deseos de poner en marcha efectivos mecanismos de supervivencia, que ayuden a capear temporales. Y que sirvan para animar una evolución bombardeada por conflictos que generalmente provienen de fuerzas externas, lejos de nuestras posibilidades de corrección.
El ser pensante se debate como en arenas movedizas. No encuentra una salida, un fortalecimiento, para continuar navegando, sin naufragar, en el océano de los días.
Necesita de algo que existe, pero, lejos de su conocimiento. No es un prodigio. Tampoco un milagro. Y menos, un axioma de la ficción. Es volver a las fuentes. Por medio de ideas con luz propia. Despojadas de duros sistemas. Claro que las preguntas llegan rodando con su andamiaje de dudas. Y el repiqueteo  se descuelga: ¿Existe la Felicidad? ¿Es una utopía? Quienes sostienen que ese estado de gran excepción es una entelequia son los mismos que formulan la imposibilidad de una felicidad en estado permanente. Entonces, si es así, ese éxtasis, que nos pertenece, llega a nuestras vidas. Pero son sólo instantes. Breves sensaciones de alegría, plenitud, reconocimiento, amor. Pasan, a vuelo de aves migratorias, sobre las ínsulas de nuestras almas.
¿Cuál sería la definición que nos permita llegar a la plenitud, para atesorar esas cosas simples?
¿Cómo aprender a valorar nuestros actos, enaltecerlos, restituirles la entidad que la monotonía les va vulnerando?   
Eduardo Agüero Mackern es un hombre del presente, estrictamente contemporáneo. De este último concepto deriva su comprensión de la difícil realidad. Con formación académica de excelencia y sensibilidad, avanzó, con  pensamientos que él define como “La Filosofía de la No-Respuesta”.
Concretamente, cerró puertas y rejas áulicas y entró al mundo de la gente, de lo cotidiano, del amor simple, del amor bello, con su propia Filosofía. Algo nuevo, entendible, con pautas dúctiles. El gran descubrimiento de quienes ambicionan logros para una vida mejor.
A través de esta mutación de la Filosofía, una de sus características, es factible llegar a un atalaya. Desde ahí vemos el paisaje de nuestra interioridad. A veces, opacado por negros nubarrones. El profesor Agüero Mackern nos indica un camino con etapas, para nada imposibles de concretar. En ellas, la ley del sol les confiere a las flores internas, la belleza que sólo el astro puede otorgar.
Vivir a pleno. Cancelar los miedos. Sentirnos fuera de un destino trágico, como el de los personajes griegos, inexorablemente condenados al sufrimiento, a la resignación de lo inevitable. Dejar de caminar la vida con los ojos casi cerrados. Cortésmente, con una inclinación de cabeza, cederle el paso, rumbo hacia el país de la nada, a lo negativo con que intentan anularnos. Sonreír sin máscaras. Despertar a la  voluntad, minimizada por el tedio. Abolir el menoscabo de otros, esos de más abajo, o de al lado, que con picas de envidia, intentan escalar nuestras almas. Insuflarle aliento al respeto, hoy casi una sombra y al honor, ambos nacidos de lo más sagrado del hombre. Permutar como en  alegre cambalache, gélido olvido por memoria con afecto, indiferencia por un saludo y una grata palmada, tristes sueños en vigilia, por recibir a las mañanas como a la primera y, a la par, la última, así de intensa.
Algunos desearían lograr con la naciente Filosofía de Agüero Mackern algo o todo de lo anterior. Otros ansían retornar al encanto de lo simple. No faltarán aquellos que encaren un ambicioso proyecto, casi transformarse en otro ser, mejor, satisfecho, abierto al cambiante mundo que nos toca.
De lo que no se duda es que la obra de este adorador de la vida, es multifacética. Apta para diferentes senderos. Esos, circulares, que se abren y cierran en sí mismos.
Búsquedas y seguros encuentros…
*Periodista  y escritor mendocino. Publicado originalmente en el Diario LOS ANDES, Mendoza, Argentina, agosto de 2018.

miércoles, 6 de mayo de 2020

lunes, 4 de mayo de 2020

La naturaleza positiva del dolor.(Schopenhauer)

Otro texto para la sesión del próximo miércoles 6 de mayo.
«Debemos estudiar todavía el aspecto más especial de la cuestión, pues aquí es donde he tropezado con mayor contradicción. Primeramente confirmaré lo que expuse en el texto acerca de la índole negativa de toda satisfacción de la voluntad, de todo deleite y de toda dicha en contraposición a la naturaleza positiva del dolor. Sentimos el dolor, la inquietud, el miedo; pero no sentimos la ausencia del dolor, la tranquilidad. Sentimos el deseo lo mismo que sentimos el hambre o la sed; en cuanto se realiza ocurre con él lo que con el bocado o el sorbo, que apenas tragados dejan de existir para la sensación. Nos duele la pérdida de un bien o de un placer, mas la desaparición de un dolor, aunque vengamos padeciéndole mucho tiempo, no es directamente sentido; a lo sumo pensamos en ello deliberadamente con el auxilio de la reflexión. Únicamente el dolor y la necesidad pueden ser experimentados positivamente y se hacen sentir por sí mismos. El bienestar es un estado puramente negativo. Ésta es la explicación de que no apreciamos en todo su valor los tres grandes bienes de la vida: la salud, la juventud y la libertad, mientras los poseemos, sino después de haberlos perdido, pues también esos bienes son negaciones. Hasta que vienen los días de tristeza, no advertimos que algunos momentos de nuestra vida fueron dichosos. En proporción igual al aumento que sufren nuestros goces, nuestra aptitud para disfrutarlos disminuye; lo que se hace habitual deja de ser goce, pero con esto mismo crece nuestra sensibilidad para el dolor, pues la supresión de un hábito produce una impresión penosa. Por eso la posesión aumenta las necesidades y, como consecuencia, la facultad de padecer (...) Una viva y extremada alegría solo se concibe como resultado de una gran necesidad que la antecedió...» 
(SCHOPENHAUER, 1960, Tomo III, p. 202-203. Texto que figura en la pág. 42 del libro; AGÜERO MACKERN, E. Filosofía y Terapia, Madrid, Visión/UPCM, 2019).

sábado, 2 de mayo de 2020

SCHOPENHAUER: la salud y la enfermedad.


Texto para comentar en la próxima sesión on line del Seminario "La Filosofía como Escuela de Vida" del próximo miércoles 06/05/20.

«Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede  afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en este valle de lágrimas.  Porque es absurdo admitir que el dolor no sirva más que para padecer y ser un mero accidente de esta vida y no una purificación. Cierto que cada desdicha particular parece distinta a las demás y peor que las otras, pero la regla es la desdicha universal. Del mismo modo que un arroyo corre sin remolino mientras tiene obstáculo alguno enfrente de sí, así mismo en la naturaleza humana la vida se desliza tranquila e inconsciente cuando no encuentra ningún obstáculo que frene nuestra voluntad. Si, por el contrario despierta nuestra atención por algo y realizamos un esfuerzo, es que nuestra voluntad ha encontrado un obstáculo y se ha producido el choque. Todo lo que se alza frente a nuestra voluntad, todo lo que atraviesa o se le resiste -es decir, todo lo que hay desagradable o doloroso, lo experimentamos inmediatamente con suma claridad. Veamos algunas experiencias: no advertimos la salud general de nuestro cuerpo sino tan sólo el ligero sitio donde nos hace daño el calzado; no apreciamos el conjunto próspero de nuestros negocios si éstos van viendo en popa, pues sólo nos preocupa alguna tontería que nos apesadumbra. Así pues, el bienestar y la dicha son enteramente negativos; sólo el dolor es positivo. Únicamente del dolor nos damos cuenta palpablemente. Únicamente el mal es positivo, puesto que hace sentir. Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción de este mundo, son cosas que no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena. Añádase a esto que, en general, encontramos las alegrías muy por  debajo de nuestra esperanza, al paso que los dolores la superan con  mucho. Si queréis en un abrir y cerrar de ojos ilustraros acerca de este asunto y saber si el placer puede más que la pena de este mundo o viceversa, o solamente si son iguales, haceros la comparación del animal que devora a otro o del que es devorado. El consuelo más eficaz en toda desgracia, en todo sufrimiento, es compadecerse de los que son más desventurados que nosotros. Este remedio está al alcance de todos. Nosotros somos como los carneros que esperan en la pradera al matador para que haga su elección del que más le guste. Del mismo modo no sabemos cuando pasamos tiempos de felicidad, qué mala pasada nos jugarán las circunstancias, ni por qué prueba tendremos que pasar: enfermedad, persecución, ruina, mutilación, ceguera, locura, etc. Todo lo que apetecemos coger se nos resiste; todo tiene una voluntad hostil que debemos doblegar. En la vida de los pueblos, la historia nos muestra un cúmulo de guerras y sediciones; los años de paz son los menos, son como entreactos que surgen una vez por casualidad. Asimismo, la vida del hombre es un perpetuo combate contra males de todo tipo, materiales y espirituales, y contra los demás seres en lucha por la supervivencia. La vida es una guerra sin tregua. Al tormento de la existencia se agrega también la rapidez del tiempo, que nos apremia y nos hace luchar contra reloj, no dejándonos tomar aliento, y se mantiene de pie detrás de cada uno de nosotros como un esbirro con el látigo.» (Schopenhauer, «Dolores del mundo», en El amor, las mujeres y la muerte,  pp. 47-49.)