Texto para comentar en la próxima sesión on line del Seminario "La Filosofía como Escuela de Vida" del próximo miércoles 06/05/20.
«Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en este valle de lágrimas. Porque es absurdo admitir que el dolor no sirva más que para padecer y ser un mero accidente de esta vida y no una purificación. Cierto que cada desdicha particular parece distinta a las demás y peor que las otras, pero la regla es la desdicha universal. Del mismo modo que un arroyo corre sin remolino mientras tiene obstáculo alguno enfrente de sí, así mismo en la naturaleza humana la vida se desliza tranquila e inconsciente cuando no encuentra ningún obstáculo que frene nuestra voluntad. Si, por el contrario despierta nuestra atención por algo y realizamos un esfuerzo, es que nuestra voluntad ha encontrado un obstáculo y se ha producido el choque. Todo lo que se alza frente a nuestra voluntad, todo lo que atraviesa o se le resiste -es decir, todo lo que hay desagradable o doloroso, lo experimentamos inmediatamente con suma claridad. Veamos algunas experiencias: no advertimos la salud general de nuestro cuerpo sino tan sólo el ligero sitio donde nos hace daño el calzado; no apreciamos el conjunto próspero de nuestros negocios si éstos van viendo en popa, pues sólo nos preocupa alguna tontería que nos apesadumbra. Así pues, el bienestar y la dicha son enteramente negativos; sólo el dolor es positivo. Únicamente del dolor nos damos cuenta palpablemente. Únicamente el mal es positivo, puesto que hace sentir. Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción de este mundo, son cosas que no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena. Añádase a esto que, en general, encontramos las alegrías muy por debajo de nuestra esperanza, al paso que los dolores la superan con mucho. Si queréis en un abrir y cerrar de ojos ilustraros acerca de este asunto y saber si el placer puede más que la pena de este mundo o viceversa, o solamente si son iguales, haceros la comparación del animal que devora a otro o del que es devorado. El consuelo más eficaz en toda desgracia, en todo sufrimiento, es compadecerse de los que son más desventurados que nosotros. Este remedio está al alcance de todos. Nosotros somos como los carneros que esperan en la pradera al matador para que haga su elección del que más le guste. Del mismo modo no sabemos cuando pasamos tiempos de felicidad, qué mala pasada nos jugarán las circunstancias, ni por qué prueba tendremos que pasar: enfermedad, persecución, ruina, mutilación, ceguera, locura, etc. Todo lo que apetecemos coger se nos resiste; todo tiene una voluntad hostil que debemos doblegar. En la vida de los pueblos, la historia nos muestra un cúmulo de guerras y sediciones; los años de paz son los menos, son como entreactos que surgen una vez por casualidad. Asimismo, la vida del hombre es un perpetuo combate contra males de todo tipo, materiales y espirituales, y contra los demás seres en lucha por la supervivencia. La vida es una guerra sin tregua. Al tormento de la existencia se agrega también la rapidez del tiempo, que nos apremia y nos hace luchar contra reloj, no dejándonos tomar aliento, y se mantiene de pie detrás de cada uno de nosotros como un esbirro con el látigo.» (Schopenhauer, «Dolores del mundo», en El amor, las mujeres y la muerte, pp. 47-49.)
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