El sentido que la fatalidad nos impone puede ser
descrito como un irremediable curso de acción que nos vemos obligados a seguir
o que ocurrirá independientemente de nosotros. Este destino ineludible atañe al
universo en general y se puede apreciar en todas las clasificaciones
socialmente predispuestas como pueden ser el mundo físico, psíquico o social,
por eso dentro de un orden naturalizado, el individuo solo escaparía del
fatalismo si rompe epistemológicamente con las categorías heredadas de
pensamiento porque necesita pensar el mundo de manera diferente para no caer en
la inevitabilidad de la acción. No obstante, las herramientas con las que
cuenta un sujeto, que son de procedencia cultural, se mantienen predispuestas
ya para el fatalismo al señalar de antemano los fines por los que guiarse. La
naturaleza también requiere ser interpretada e impone necesidades que han de
ser satisfechas de un modo u otro. Estas dos diferenciaciones básicas, lo
natural y lo cultural -laderas de la misma montaña- imponen sus condiciones, lo
cual explica la existencia de que culturas distintas estén determinadas por
fines parecidos pero que a la vez se pueda advertir su diferencia. Por eso,
para el mantenimiento del fatalismo y su entramado son necesarios el
dolor y el miedo, ya que si se rompiera con ese camino marcado, se
padecería el aislamiento social y la pérdida de la autosuficiencia. De ahí su
relación con el pesimismo, de la creencia en la imposibilidad de encontrar una
salida vital desde la perspectiva individual en un mundo colectivo, ya que pesa
más la realidad que los sentimientos individuales que esa realidad suscita, con
lo cual la vida pierde valor en favor de los elementos del orden naturalizado
que conforma la realidad. Se comprende por ello que el
fatalismo está íntimamente ligado con el concepto de realidad. Ésta
se concibe inmóvil o extraña, ajena, fuera de nuestra capacidad de acción. Por
eso se vive la historia como algo pasivo o como una especie de
engranaje de una gran máquina que mueve el mundo y de la cual el ser humano es
sólo una pieza que mueve o que es movida. La lucha contra la
fatalidad pone en juego la posibilidad de existir más allá de la
función social o de la generalidad, atribuyendo al concepto de poder una
posición fundamental pues solo quien puede logra transformar la
realidad. Por eso, revolverse contra la realidad es visto como cosa de quijotes
o de héroes. Los primeros han perdido la cordura, ven lo que no hay, confunden
las cosas. Son objeto de burla o compasión. Los segundos se mueven
entre la fortaleza y la debilidad, ganan o son derrotados. Son
objeto de reverencia o de abandono. Ambos cuentan con las consecuencias que he
expuesto más arriba, la posibilidad de la soledad y la posibilidad de la
pobreza. Estas dos formas juntas pueden dar lugar a una situación de
indigencia.
Desde el punto de vista individual, el fatalismo se expresa mediante
enunciados que acentúan las cosas inevitables que suceden en la vida. Frases
como <<¿Qué le vamos a hacer?>> ; <<la vida es así>>
o <<así son las cosas>>, también con la recurrencia a conducir las
experiencias al modo de ser normal y a explicar la propia conducta con las
referencias narrativas ofrecidas por los medios de difusión cultural (por
ejemplo, la crisis). El mundo objetivo que causa dolor y su razón
conectan de esa forma con el mundo subjetivo y su razón por el cual el
individuo y el orden naturalizado se complementan. La fatalidad justifica en
cierto sentido al individuo <<¿Qué va a hacer él si se ha encontrado este
estado de cosas?>> <<¿Qué puede hacer él si carece de
medios?>> Es necesario, por tanto, confianza en el orden porque el
fatalista, al sentir la impotencia por su falta de medios y sus carencias como
individuo, acaba relegado a la pasividad o a dejarse llevar (y es pasividad
también la del agente que como sujeto del orden actúa como
programado, es decir, adaptado a unas condiciones y aceptando unas reglas,
afianzando el orden). El fatalismo convierte la realidad en una especie de
sueño persuasivo, doloroso y triste en la que sólo existe un posible
desarrollo de los hechos. De ahí que el fatalista, mirando siempre en el
presente centre su atención al futuro porque es el futuro que confía que se
cumpla, como una profecía, el que confirmará su ineludible situación actual, su
aquí y ahora. No es extraño la importancia que la suerte tiene para él, ya que
esta cambia su situación dentro del entramado en el que se encuentra, es decir,
cambia el estado de cosas, de manera que el <<así son las cosas>>
puede cambiar su connotación valorativa. Pero sigue siendo fatalidad porque
sigue sin participar en los hechos y las consecuencias de sus actos no son sino
actos de fortuna.
En fin, lo que encontramos es una relación del ser con el deber en la que hay
un horizonte temporal al que debemos tender en virtud de la
realidad. El individuo vive con miedo y con frases de resignación
legitima el mundo asegurando el horizonte al que tiende. La crueldad de la
realidad, su cumplimiento inexorable e inmediato, acaba por ser la verdad y
toda verdad es determinante para la acción, aunque no para la vida, porque
justifica las acciones que emprendemos como las únicas posibles. Al deducir de
la realidad una única alternativa el fatalista concibe un mundo perfectamente
hilado. De forma parecida a los antiguos, quienes creían en las Moiras o en la
Providencia, hoy creemos en las Leyes que son descubiertas
por los científicos o elaboradas por los políticos. Las leyes son hoy el hilo
con que tejemos el destino del orden. Pensemos que hasta la libertad y la
igualdad cuentan con leyes que las describen y valoran. Para el
individuo, el fatalismo es consecuencia de una elección fatal (que no es
pensada como tal), de una elección que elimina otra y de la que ya no se puede
volver atrás, una única elección que condiciona todas las demás y que
<<toca vivir>>. De ahí, que cuando se abandona el fatalismo,
rompiendo con su concepción del mundo, lo que aparece es un horizonte de
incertidumbre, ya que desconocemos muchas de las consecuencias de nuestros
actos. El primer paso es el reconocimiento y el segundo la exploración. Es
normal entonces errar porque caminamos por lo desconocido y nos falta
experiencia. No faltará juez que sentencie que hay mucho trecho de la teoría a
la práctica o que no es posible trasladar la poesía a las matemáticas. Aquí se
pilla al fatalista –o al cínico que quiere imponer una fatalidad a los demás-
pues su mundo es en realidad un conjunto de fuerzas ya predispuestas que lo
construyen, fuerzas que pueden conocerse y usarse como se usan las matemáticas
(así es la vida, el estado de las cosas), como unas condiciones de existencia
que exigen solo un tipo de pensamiento. Este pensamiento describe su mundo como
el verdadero y el válido. Necesita descubrir la trama que le envuelve, sus
leyes y su lógica, sus disposiciones y sus relaciones porque desde una
perspectiva objetivista la fatalidad es consecuencia de una trama que se impone
como destino ineludible.
Publico este excelente artículo de nuestro colaborador Óscar Gómez, a quien agradezco que haya aceptado compartirlo en este blog.
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