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miércoles, 15 de enero de 2014

Fatalidad y razón: la trama de un destino ineludible. (Por Óscar Gómez)


            El sentido que la fatalidad nos impone puede ser descrito como un irremediable curso de acción que nos vemos obligados a seguir o que ocurrirá independientemente de nosotros. Este destino ineludible atañe al universo en general y se puede apreciar en todas las clasificaciones socialmente predispuestas como pueden ser el mundo físico, psíquico o social, por eso dentro de un orden naturalizado, el individuo solo escaparía del fatalismo si rompe epistemológicamente con las categorías heredadas de pensamiento porque necesita pensar el mundo de manera diferente para no caer en la inevitabilidad de la acción. No obstante, las herramientas con las que cuenta un sujeto, que son de procedencia cultural, se mantienen predispuestas ya para el fatalismo al señalar de antemano los fines por los que guiarse. La naturaleza también requiere ser interpretada e impone necesidades que han de ser satisfechas de un modo u otro. Estas dos diferenciaciones básicas, lo natural y lo cultural -laderas de la misma montaña- imponen sus condiciones, lo cual explica la existencia de que culturas distintas estén determinadas por fines parecidos pero que a la vez se pueda advertir su diferencia. Por eso, para el mantenimiento del fatalismo y su entramado son necesarios  el dolor y  el miedo, ya que si se rompiera con ese camino marcado, se padecería el aislamiento social y la pérdida de la autosuficiencia. De ahí su relación con el pesimismo, de la creencia en la imposibilidad de encontrar una salida vital desde la perspectiva individual en un mundo colectivo, ya que pesa más la realidad que los sentimientos individuales que esa realidad suscita, con lo cual la vida pierde valor en favor de los elementos del orden naturalizado que conforma la realidad.  Se comprende por ello que  el fatalismo está íntimamente ligado con el concepto de  realidad. Ésta se concibe inmóvil o extraña, ajena, fuera de nuestra capacidad de acción. Por eso se vive la historia como algo pasivo o como una  especie de engranaje de una gran máquina que mueve el mundo y de la cual el ser humano es sólo una pieza que mueve o que es movida.  La lucha contra la fatalidad pone en juego  la posibilidad de existir más allá de la función social o de la generalidad, atribuyendo al concepto de poder una posición fundamental pues solo quien puede logra transformar  la realidad. Por eso, revolverse contra la realidad es visto como cosa de quijotes o de héroes. Los primeros han perdido la cordura, ven lo que no hay, confunden las cosas. Son objeto  de burla o compasión. Los segundos se mueven entre la fortaleza y la debilidad, ganan o son derrotados.  Son objeto de reverencia o de abandono. Ambos cuentan con las consecuencias que he expuesto más arriba, la posibilidad de la soledad y la posibilidad de la pobreza. Estas dos formas juntas pueden dar lugar a una situación de indigencia.

             Desde el punto de vista individual, el fatalismo se expresa mediante enunciados que acentúan las cosas inevitables que suceden en la vida. Frases como  <<¿Qué le vamos a hacer?>> ; <<la vida es así>> o <<así son las cosas>>, también con la recurrencia a conducir las experiencias al modo de ser normal y a explicar la propia conducta con las referencias narrativas ofrecidas por los medios de difusión cultural (por ejemplo, la crisis).  El mundo objetivo que causa dolor y su razón conectan de esa forma con el mundo subjetivo y su razón por el cual el individuo y el orden naturalizado se complementan. La fatalidad justifica en cierto sentido al individuo <<¿Qué va a hacer él si se ha encontrado este estado de cosas?>> <<¿Qué puede hacer él si carece de medios?>> Es necesario, por tanto, confianza en el orden porque el fatalista, al sentir la impotencia por su falta de medios y sus carencias como individuo, acaba relegado a la pasividad o a dejarse llevar (y es pasividad también la del agente que como sujeto del orden actúa como programado, es decir, adaptado a unas condiciones y aceptando unas reglas, afianzando el orden). El fatalismo convierte la realidad en una especie de sueño persuasivo,  doloroso y triste en la que sólo existe un posible desarrollo de los hechos. De ahí que el fatalista, mirando siempre en el presente centre su atención al futuro porque es el futuro que confía que se cumpla, como una profecía, el que confirmará su ineludible situación actual, su aquí y ahora. No es extraño la importancia que la suerte tiene para él, ya que esta cambia su situación dentro del entramado en el que se encuentra, es decir, cambia el estado de cosas, de manera que el <<así son las cosas>> puede cambiar su connotación valorativa. Pero sigue siendo fatalidad porque sigue sin participar en los hechos y las consecuencias de sus actos no son sino actos de fortuna.

            En fin, lo que encontramos es una relación del ser con el deber en la que hay un horizonte temporal al que debemos tender  en virtud de la realidad.  El individuo vive con miedo y con frases de resignación legitima el mundo asegurando el horizonte al que tiende. La crueldad de la realidad, su cumplimiento inexorable e inmediato, acaba por ser la verdad y toda verdad es determinante para la acción, aunque no para la vida, porque justifica las acciones que emprendemos como las únicas posibles. Al deducir de la realidad una única alternativa el fatalista concibe un mundo perfectamente hilado. De forma parecida a los antiguos, quienes creían en las Moiras o en la Providencia, hoy creemos en las Leyes  que son descubiertas por los científicos o elaboradas por los políticos. Las leyes son hoy el hilo con que tejemos el destino del orden. Pensemos que hasta la libertad  y la igualdad cuentan con leyes que las describen y  valoran. Para el individuo, el fatalismo es consecuencia de una elección fatal (que no es pensada como tal), de una elección que elimina otra y de la que ya no se puede volver atrás, una única elección que condiciona todas las demás y que <<toca vivir>>. De ahí, que cuando se abandona el fatalismo, rompiendo con su concepción del mundo,  lo que aparece es un horizonte de incertidumbre, ya que desconocemos muchas de las consecuencias de nuestros actos. El primer paso es el reconocimiento y el segundo la exploración. Es normal entonces errar porque caminamos por lo desconocido y nos falta experiencia. No faltará juez que sentencie que hay mucho trecho de la teoría a la práctica o que no es posible trasladar la poesía a las matemáticas. Aquí se pilla al fatalista –o al cínico que quiere imponer una fatalidad a los demás- pues su mundo es en realidad un conjunto de fuerzas ya predispuestas que lo construyen, fuerzas que pueden conocerse y usarse como se usan las matemáticas (así es la vida, el estado de las cosas), como unas condiciones de existencia que exigen solo un tipo de pensamiento. Este pensamiento describe su mundo como el verdadero y el válido. Necesita descubrir la trama que le envuelve, sus leyes y su lógica, sus disposiciones y sus relaciones porque desde una perspectiva objetivista la fatalidad es consecuencia de una trama que se impone como destino ineludible.


1 comentario:

  1. Publico este excelente artículo de nuestro colaborador Óscar Gómez, a quien agradezco que haya aceptado compartirlo en este blog.

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